Oporto. El mundo desde los límites de Europa (1)

Eduardo López Alonso, periodista de El Periódico de Catalunya, se escapó con la familia a Oporto, Portugal. Allí encontró un destino atractivo y barato y ha tenido la amabilidad de explicar su experiencia en este blog, que dividimos en tres entregas. Aquí va la primera.
Eduardo también ha hablado de cruceros y de un viaje similar a este a Bérgamo, Italia, en Nautilia.


La ciudad portuguesa es una buena alternativa para un viaje relámpago a precio asequible. Una visita que permite el reencuentro con la calidad gastronómica a costes razonables, la brisa atlántica y el pasado ilustre.

Oporto es viaje a la nostalgia. Al encuentro con maderas nobles pero también con la modernidad, olor a pan recién hecho y a brisa atlántica y río maduro. Ryanair acerca la ciudad portuguesa a Barcelona con precios de derribo, a partir de unos 20 euros el trayecto. Un fin de semana, un par de noches, por unos 250 euros, todo incluido pero en libertad. Un capricho en tiempos de crisis. Una visita relámpago a una Portugal que sufre el impacto del ajuste pero que sigue fiel a sus raíces, a su gastronomía basada en la materia prima, al orgullo de un pasado ilustre. En los últimos años la ciudad fue remozada con ayudas europeas y el impulso del boom inmobiliario y ha sufrido una transformación. No ha dejado de tener calles afaveladas, pero también permite agradables paseos por sus empinadas calles sin la otrora necesidad imperiosa de acabar el día en una cata de vinos.

Aquellos que conocieron Oporto hace 20 años tendrán dificultades para reconocerla. Pero allí siguen sus bodegas y sus empedradas calles a la espera de una revuelta callejera si los recortes públicos se recrudecen. El metro, los locales de moda y una renovada oferta comercial han puesto al día la ciudad, aunque los barrios bajos mantienen el estilo de ropa tendida y fachadas oscuras de décadas pasadas. El impacto de la crisis se deja notar en esos reductos de estrecheces más que en cualquier otro lugar, mejillas hundidas y droga, mendigantes de una ayuda o buscándose la vida, dramas que no empañan no obstante la luz de una metrópoli tranquila y de ritmo pausado, impuesto quizá por su orografía de calles empinadas.

Alrededor del centro de Oporto se ha ido extendiendo una metrópoli al ritmo del auge de la construcción ya atorado. Los habitantes vuelven al meollo de su ciudad el domingo desde sus viviendas en el extrarradio, pero enfundados en sus leotardos ciclistas. Aquel que pudo compró su vivienda a las afueras, los pudientes cerca del mar, por lo que el centro, aunque no financiero, ha pasado a tener más pinta de city británica o museo al aire libre que de centro neurálgico.

El turista llega a una ciudad plenamente atlántica, menos variopinta que Lisboa. La ribera del río Duero ha sido reformada, habilitada para deambular, para el oporto de media mañana, la comida romántica y la cena con amigos. También para la compra de souvenirs inexcusables, de artesanía a precios industriales, de mantelería kitch o regalo de última hora. Es el barrio de Ribeira. Quien quiera visitar una bodega deberá cruzar el río a Vila Nova de Gaia.

Que un panecillo cueste 0,12 euros ya deja bien claro que a diferencia de en España, el redondeo que comportó el euro se hizo con escrupulosa lealtad. La misma lealtad que parecen ofrecer las panaderías de Oporto, fieles a los precios asequibles y a los aromas tradicionales. Se diría que en la capital del norte portugués cualquier producto alimentario puede ser designado sin rubor al cuadrado. Pan, pan, croissant, croissant, tarta, tarta, bacalao, bacalao, carne, carne, café, café... La lista no se acaba.

Cuando escribo estas líneas vuelvo a comprobar la cuenta de un desayuno en una sencilla granja junto al Duero, en la rua de Sant Joao. Somos 10 y el papel térmico todavía no se ha borrado. Los cafés salen a 70 céntimos, lo mismo que los croissants. El viaje promete no desarbolar el presupuesto. La Pastelaria Rocinha será nuestro punto de partida para el paseo.

La hora de la comida también depara la misma sorpresa. En Portugal, calidad y precio pueden viajar de la mano. El precio depende en general de la levita del camarero y de la inversión depositada en el local. La materia prima es difícil que no este a la altura. El elegido es un sencillo restaurante popular anexo a una puesto de platos para llevar. No parece nada del otro mundo, pero el menú del día expuesto en la puerta del local es toda una tentación. Frango (pollo) na brasa con batatas, murro e legumes (5 euros); Róbalo (lubina) fresco na brasa (con patatas al horno y ensalada), por seis euros; Bacalhau a moda de Braga (rebozado con patatas y cebolla caramelizada), por nueve euros. En Portugal un solo plato basta. Ya incorpora el complemento para una comida completa, sea arroz, ensalada o generosa guarnición en forma de verduras. En el local, la Brasa dos Leôes, nos aconsejan pedir media ración. Aciertan. El flan gigante, de dos palmos de diámetro, con textura de suflé, el postre aconsejado.

Con la cena, tras toda la tarde de paseo y compras (acaban a las 7 de la tarde), reponemos fuerzas en un bar pretendidamente moderno y adornado con mobiliario vintage. Paredes azul profundo, sillones y lámparas colgantes. Por la noche copa, por la tarde cafés e infusiones. En cualquier caso, en Piano 13 de la Rua de Candido dos Reis número 30 ofrece el descanso adecuado tras curiosear en los puestos de viejo alineados en las aceras este sábado. Un café, un euro, un té, un euro, un refresco, un euro, un café con leche, un euro. Siempre hay algún descarriado que se toma un whisky, en ese caso 1,5 euros. Es Portugal.

Llega la noche y se necesita algo más. Suenan tangos junto al chill-out pegado a la bolsa, en el rehabilitado Mercado Ferreira Borges. Preferimos fados. El lugar elegido es Guarany, un restaurante muy puesto, pero popular en cualquier caso, con precios ajustados a la levita de los camareros y las pretensiones de las actuaciones. Fados en directo, con un plato de bacalao y vino del Alentejo. Se disculpa la tardanza en servir ante el ajetreo y el bullicio previo a la actuación. El público, de variadas procedencias, agradece la inyección de energía que emana de los altavoces. No hay clima de fados tristes y melancólicos, más parece que se case la carmencita del cuarto pero es fiesta al fin y al cabo.

Al día siguiente, tras el pantagruélico desayuno en la Pastelaria Rocinha, volvemos al paseo decididos a conocer la fachada marítima de Oporto. Para ello, tomamos el tranvía y llegamos tras un agradable paseo por la ribera hasta la desembocadura del Duero. Es el barrio de Foz. No es nada del otro mundo, ese que está al otro lado del horizonte, pero relaja ver las olas del mar y la playa en marea baja. Un restaurante de la última hornada, de esos que combinan el sushi de primero con el bacalao de segundo, nos recuerda que no solo existen fórmulas de restauración populares. En cualquier caso siempre se puede aprovechar la terraza junto a la playa y ceñir la consumición a un refresco y unas olivas. Lo justo para redondear el paseo dominguero.

Tras el paseo un descubrimiento. Uno de esos pequeños rincones en el que el paladar vuelve a experimentar con platillos de gusto. Casa de Pasto de Palmeira es una pequeña casilla rehabilitada cerca de donde acaba la vía del tranvía. Allí, más al estilo de un café francés que de una casa de comidas británica aparece un rayo de entusiasmo gastronómico. En la Rua do Passeio Alegre número 450 encontramos un rincón en el que la originalidad, las raíces y la supervivencia encuentran cobijo. Apelan a la denominación de cocina contemporánea portuguesa y en ese ámbito lucha el local desde un paradigma sin pretensiones. Ante las dudas a la hora de elegir nos lanzamos al abismo y pedimos a la dueña del local que sirva lo que quiera. Los precios de la carta respaldan una petición que sería suicida en cualquier restaurante barcelonés. Acepta el reto y empieza el desfile de todas las especialidades que van siendo repartidas por la mesa. En contraste con la forma ranchera de repartición, los comensales saborean entre uys y ays lo servido. Cazuelitas de juguete envuelven platos muy serios, un dibujo creativo de esa Portugal que quiere ser y la crisis amenaza con destruir. Algunos de esos platillos de la abuela reinventados en el siglo XXI son esas favas com chourço e ovo, la brocheta de porco confitada, la Trinitá de gambas e mexilhóes, la Açorda de coentros com bacalhau, el timbal de pato e cogumelos, el preguinho do lombo, el caranguejo de casaca mole, la pierna de cabrito com gelado de limâo e migas de broa de mel, bacon e castanhas...

Esa comida, seguida de aplauso sincero a la cocina, es digno postre de una visita relámpago a una ciudad cercana y exótica a la vez, candidata idónea al viaje de ida y vuelta y un poco más. Hospedados en una casa rehabilitada junto al Duero, que ofrece cuatro habitaciones con encanto, el lento curso del río contrasta con la actividad elevada del fin del domingo. El turista procedente de España encuentra en Oporto una esperanza para la compra impulsiva asequible, el romanticismo de tiempos pasados y el reto del futuro. Una despedida en la plaza de la libertad, el centro de otro mundo, en los límites de Europa.

(Miquel Saumell, de la Ateneusfera, también estuvo en Oporto e hizo una entrada sobre su viaje.)

3 comentarios :

  1. Per si us interessa un complement d’aquesta excel·lent crònica:

    http://elradardesarria.blogspot.com/2009/06/uns-dies-porto.html

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  2. Gràcies, Miquel, pel comentari. Afegeixo el teu link també al final de l'article.

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  3. Gran post.
    "Se diría que en la capital del norte portugués cualquier producto alimentario puede ser designado sin rubor al cuadrado." Sublime

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