Artículo publicado en la revista nexe del 4º trimestre del 2006
Viajar en avión es estadísticamente seguro. Pero cuando alguien sube a uno de estos aparatos, ocurren algunos hechos extraños. Por ejemplo, que quedamos confinados en un espacio más pequeño que la celda de cualquier cárcel. O que respiramos un aire tan seco como el del desierto del Sáhara. O que, por si esto no fuera suficiente, estamos expuestos a la radiación cósmica. Todo esto por no hablar del síndrome de la clase turista.
Estar en el interior de un avión no es bueno para un organismo humano: una serie de funciones del cuerpo se pueden ver alteradas. Lo primero que le puede afectar es la compresión en el asiento. La distancia entre los respaldos de los asientos en la clase turista es de entre 75 y 80 centímetros y el ancho de la butaca es de unos 45 cm, según Airline Quality. En total, 0,3 metros cuadrados. Estrecho.
Ambiente seco
Una investigación de la Universidad de Belfast asegura que, durante un vuelo, el nivel de oxígeno en la cabina es tan bajo que si una persona estuviera en tierra con ese mismo nivel, un médico le recetaría urgentemente un suplemento de oxígeno.
Además, ese aire se seca artificialmente, porque la carcasa del avión no tolera bien la humedad. El nivel ideal de humedad para un cuerpo humano es del 50%. Pero en una cabina de aeroplano, ese nivel es del 10%, más seco que un desierto. Así, hay tan poca humedad en el aire que las mucosas de la garganta y la nariz se secan y pierden buena parte de su función protectora ante bacterias y virus. Por eso, si un pasajero sube al avión con un resfriado, seguro que algún otro pasajero aterrizará también resfriado. La probabilidad de resfriarse en un avión en 100 veces superior a hacerlo en tierra, según un estudio publicado por el ‘Journal of Environmental Health’.
En el lado positivo, se ha de decir que aire es puro y limpio, ya que el sistema de aire acondicionado también limpia el aire.
Viajeros radioactivos
En tierra, la atmósfera nos protege de la radiación cósmica. Pero a medida que ascendemos, esa atmósfera se vuelve más fina y, por tanto, protege menos. A 10.000 metros de altura, la habitual en un vuelo, y a pesar de estar dentro del avión, la radiación es 300 veces superior que al nivel del mar. Así, en un vuelo de ida y vuelta entre Europa y Japón, unas 16 horas en total, un pasajero puede recibir tanta radiación como si estuviera dos meses y medio en cualquier ciudad, o como si se hiciera una radiografía, revela Sievert System.
Este tema es serio, especialmente para los pilotos y la tripulación. Según el Comité Científico para los Efectos de la Radiación Atómica de la ONU (UNSCEAR), la tripulación recibe una exposición a la radiación un 70% mayor que la media. Se trata de un nivel similar al de los trabajadores de una central nuclear.
Y aún más
Un viajero habitual escribía hace unos meses en el 'Financial Times' una serie de consejos para los usuarios frecuentes de los aviones. Uno de ellos decía que había que evitar el té o el café que ofrecen en los vuelos por desconfianza ante las bacterias. Y puede ser cierto, ya que según un estudio de la Environmental Protection Agency de los EEUU, el agua potable de los vuelos comerciales está contaminada con bacterias en el 17% de los casos analizados.
Y todo lo anterior, sin tener en cuenta los efectos del jet-lag o la contaminación que emiten los aviones. Pero qué más da, si al final... ¡estamos de vacaciones!
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